viernes, 31 de octubre de 2008

La fama en el mundo por la plata.


Johann Jacob Von Tschudi


TSCHUDI, Juan Diego, (Gladis, Suiza, 1818 - Viena, 1889). Antropólogo. Estudió Ciencias Naturales y Medicina en Berlín. Lcyden y París. Después, ya profesional, viajó al Perú. Estudió quechua y llegó al Cerro de Pasco, en donde observó la realidad minera. Junto con Rivero y Ustariz, realizó importantes contri¬buciones sobre la historia del Perú.



Este articulo de Johann Von Tschudi encierra un encanto especialísimo. Su enfoque de atento viajero, no sólo se detiene en el aspecto físico del Cerro de Pasco, sino que va a captar el significado integral de su universo. De allí la actualidad, de este aporte, y también la validez de sus apreciaciones.


Cuando el viajero ha llegado por el difícil camino anteriormente descrito desde la capital, siguiendo las angostas gargantas cordilleranas y los altos solitarios donde encon¬tró solamente miserables villorrios o chozas aisladas, a la cresta de la sierra de Olachín, ve de pronto delante de sí una ciudad que le causa agradable sorpresa. Buenas casas con chimeneas humeantes y protectores techos grises, le prome¬ten una cómoda estada. La ciudad es Cerro de Pasco, famosa en el mundo entero por sus ricas minas de plata. En una hondonada, rodeada por todos lados de empinadas y desnudas cumbres entre las cuales bajan caminos tortuosos, se extiende en terreno disparejo, entre pequeñas lagunas y pantanos. Pero, por grata que haya sido la primera impresión, el agrado disminuye cuando se entra a la ciudad misma. Callejuelas chuecas, angostas y descuidadas se retuercen entre filas irregulares de casas, entre las cuales, junto a miserables chozas de indios, hay vistosas viviendas que desde lejos dan a la ciudad un carácter casi europeo. Aún sin echar una mirada a las masas humanas que pululan por las calles y plazas, la diversidad de la arquitectura muestra al observador cuan diferentes tipos de gentes se han reunido para construir en el trópico, casi en los límites de las nieves eternas, una ciudad de tal importancia y de aspecto tan variado. El desolado paisaje dice a las claras que solamente una causa muy poderosa ha podido reunir a toda esta gente aquí: las ricas vetas de plata que atraviesan en diversas direcciones el valle y las montañas circundantes. Aquí la tierra nada produce en la superficie pero ha reunido a las más diversas naciones en la búsqueda de sus tesoros ocultos.
Según cuenta la historia, hace unos 215 años un indio llamado Huari Capcha pastaba sus ovejas en una pequeña pampa al Sudeste de la laguna de Llauricocha. Un día que se había alejado más de lo acostumbrado de su choza, buscó junto a una ladera del Cerro de Santiestevan protección contra el frío; encendió una fogata y a la mañana siguiente encontró, para gran sorpresa suya, que las piedras debajo de la ceniza se habían derretido y convertido en plata. Alegremente, comunicó su descubrimiento a su patrón, el español don José Ugarte, dueño de una hacienda en la quebrada de Huariaca.
Este se dirigió sin pérdida de tiempo al lugar señalado, donde, efectivamente, encontró una veta muy rica de mineral de plata que denunció de inmediato y trabajó con el mayor éxito.

Esta mina, que se llama La Descubridora, continúa en explotación. Pronto vinieron a Llauricocha varios mineros del pueblo de Pasco, distante sólo a dos horas, dueños de minas muy ricas en los cerros de Colquijirca. Buscaron y hallaron nuevas vetas y abrieron socavones. La extraordi¬naria riqueza del mineral atrajo más y más gente, los unos para trabajar las minas, los otros para proveer a la creciente población de los alimentos necesarios, formándose así, con asombrosa rapi¬dez, una ciudad que ahora cuenta con 18,000 habitantes.

En Cerro de Pasco hay dos vetas de plata muy importantes: una de ellas, la veta de Colquijirca, ha sido comprobada hasta ahora en una longitud de 6,400 pies y un ancho de 412; la otra, la veta de Pariajirca, se supone que cruza a la primera debajo del mercado de la ciudad conociéndose de ella una longitud de 6. 400 pie y un ancho de 380. De estas vetas principales salen innumerables venas de mi¬neral en todas direcciones, de modo que se puede considerar que el suelo está como atra¬vesado por una red de plata. Dos mil bocaminas llevan a estas venas. Casi todas ellas están en la, ciudad misma, en pequeñas casitas, muchas en las propias viviendas de los mineros. Una gran cantidad son de tipo superficial, otras son pro¬fundas y merecen el nombre de socavones. Pero sean o no profundas, son trabajadas en forma muy desordenada, sin más preocupación que obtener el mayor rendimiento al más bajo costo. Se trabaja solamente en sacar el mineral sin asegurar las partes peligrosas y se descuida todas las labores secundarias que ordenaría la prudencia o precaución. Por tanto, los hundi¬mientos son frecuentes y no pasa un año sin que se tenga que lamentar la muerte o desaparición de buen número de indios, sepultados en diver¬sas minas. Triste fama tiene la ahora totalmente destruida mina Matagente, en la cual hallaron la muerte trescientos obreros a la vez.

Las minas más ricas son la mencionada Descubridora, Santa Rita, Santa Rosa, Mina Grande, Santa Catalina, Mercedes, Dolores, San Judas, Jesús Nazareno, etc. Casi todas llevan nombres religiosos. Me contaron que un inglés había dado a una mina un nombre que los indios consideraron impío y que no le fue posible persuadirlos para que la trabajaran.

Cuando una mina rinde mineral muy rico, se dice que está en boya lo cual suele suce¬der casi siempre en una u otra, en vista del gran número de ellas. Hay tiempos en que se presen¬tan boyas en varias minas a la vez. Entonces la población de la ciudad se duplica o triplica.

Los obreros de las minas, que son sola¬mente indios, se dividen en dos clases. Aquellos que trabajan todo el año ininterrumpidamente en las minas, por lo común endeudados con los propietarios por adelantos, estando registrados como trabajadores de minas, forman un grupo; y aquellos que vienen a Cerro solamente atraídos por las boyas, son los llamados maquipuros. Generalmente, proceden de provincias lejanas y regresan a su tierra cuando los minerales ya no rinden tanto. En cuanto al trabajo, los obre¬ros de minas se dividen en: los barreteros, que rompen la roca para extraer el mineral, y los hapiris o chaquiris que lo sacan de los socavones. Este trabajo es sumamente penoso en los túneles empinados y angostos. Cada hapiri saca de la mina entre 50 y 75 libras de mineral en forma muy incómoda, sobre un cuero sin curtir (capa¬cho), y realiza su tarea completamente desnudo pues a pesar del gélido clima este duro trabajo le da tanto calor que prefiere desvestirse. Como los trabajos no paran noche y día, los obreros están divididos en secciones (puntas), cada una de las cuales tiene que pasar doce horas en los socavones. A las seis de la mañana y seis de la tarde se relevan las puntas. Cada una está a las órdenes de un caporal y bajo el control de un mayordomo. Cuando una mina está inundada o rinde mineral de baja ley, se paga a los obreros con dinero. Por regla general, los barreteros reciben seis reales diarios, los hapiris solamente cuatro. Pero, cuando se muestra una boya, los hombres reciben, en lugar de dinero, una parte del mineral (huachacas). En este caso, en el momento en que se relevan las puntas, cada obrero saca una manta llena de mineral (una mantada) del socavón. En el registro, que se realiza en el punto de salida, se divide en cinco partes: una de ellas corresponde a los maqui¬nistas, las otras 4/5 se dividen en dos partes, de las cuales una es para el dueño de la mina, otra para los trabajadores. Los barreteros y capora¬les tienen una participación mayor que los hapiris, y el mayordomo una mayor que los anteriores. Cuando se encuentra un depósito muy rico, los indios tratan de sacar metal escondido, para lo cual se requiere ser muy ladino pues todos los trabajadores son sometidos a minuciosa revisión cuando pasan por el re¬gistro. Los obreros me han contado, en confian¬za, que se las arreglan para engañar a los inspec¬tores.

Los dueños de las grandes minas realizan la separación del mineral en haciendas, a varias leguas de distancia de Cerro de Pasco. La labor se efectúa de manera muy primitiva y, a la vez, costosa. Para amalgamar el mercurio con el metal se llevan caballos a los circos, donde se les hace correr en círculo durante varias horas encima del mineral. Son caballos pequeños y montaraces, que vienen de los departamentos de Ayacucho y Cusco, donde los crían en cantidades incalculables. El mercurio ataca sus cascos, ya gastados por la permanencia en la puna. A pesar de que se toma la precaución de hacerlos entrar inmediatamente en agua cuando salen de los circos, estos caballos se tornan inservibles y mueren en pocos años.

En la forma deficiente como se prepara el mineral, la masa tiene que quedarse con el mercurio durante dos o tres meses antes de poder separar este último. La operación es tan primitiva como el amalgamiento mismo. La masa metálica unida se llena en sacos de lona en forma de embudos y se exprimen lo más que se puede el mercurio. El residuo, la llamada pella, se coloca en vasijas refractarias herméticamente selladas, de las cuales un viejo cañón de escope¬ta lleva a una botija. Luego, se enciende un fuerte fuego alrededor de la vasija de modo que el residuo del mercurio se volatiliza y se acumula parcialmente en el agua. Cuando después de tres a cuatro horas se ha extraído todo el mercurio, se rompen las vasijas y se saca la plata (la piña).

En el mismo Cerro de Pasco se separa bastante plata en los llamados boliches, donde se usa un procedimiento similar que las hacien¬das grandes pero en menor escala. No se amal¬gama con caballos sino con indios que durante horas pisotean el mercurio para mezclarlo con la masa mineral, una tarea que, por lo general, realizan descalzos. Entre esta gente son muy frecuen¬tes los envenenamientos de mercurio, parálisis, etc. El hecho que las vasijas de greda con frecuen¬cia estallan durante la volatilización del mercurio, contribuye a hacer endémicas estas enfermeda¬des en Cerro. Los propietarios de los boliches (generalmente italianos) no son mineros; com¬pran los minerales de los obreros, a quienes adelantan mercadería, aguardiente, etc. Sobre el cálculo de lo que les tocará en las huachacas. Por su parte, ellos reciben el dinero para su empresa de capitalistas que les cobran intereses sextuples o les entregan los materiales para amalgamar a un costo muy elevado. Sin embargo, explotando a los indios en todas las formas posi¬bles, los bolicheros logran hacer considerable fortuna en pocos años. El indio es siempre el que más trabaja y menos gana.

De acuerdo a las disposiciones legales, la plata extraída de las minas de Pasco debe ser llevada a la fundición establecida por el gobier¬no, la Callana, para ser allí vaciada en lingotes de cien libras y sellada; a la vez, paga ciertos tributos, o sea, por cada lingote: seis pesos duros por derecho de fundición, doce y medio pesos duros para el Tribunal de Minería y vein¬ticinco pesos duros por los socavones grandes para desaguar las minas. El valor de la plata oscila en Cerro de Pasco entre siete y ocho pesos duros por marco. El valor en moneda, en Lima, es de ocho y medio pesos duros.
No se puede determinar el rendimiento anual de las minas de Cerro de Pasco, porque una cantidad increíble de plata es llevada de contrabando hacia la costa y embarcada allí a Europa, sin pasar por la Callana. Así, por ejem¬plo, en 1838, un contrabando de 85,000 marcos de plata fue llevado al puerto de Huacho y pues¬to a buen recaudo a bordo de una pequeña goleta. En Lima hay negros que no se dedican a otra cosa que embarcar plata de contrabando. Lo hacen con gran audacia y tanta confianza que, si se les exige, dejan en depósito como garantía el valor de la plata en dinero, hasta que la han llevado a lugar seguro en los barcos. Se conforman con un pago relativamente moderado.

La vida en Cerro de Pasco es sumamente dura, desagradable. Sólo el interés económico puede justificar la permanencia un largo tiempo allí. El clima, descrito anteriormente, es el de la puna alta: frío, ventoso, con fuertes tempora¬les y largas nevazones. Las viviendas mejores están bien instaladas y protegidas del frío por buenas chimeneas inglesas; pero el que no per¬manece todo el día en la habitación con calefacción, dedicándose a las listas de jornales o a los libros de contabilidad, difícilmente se acos¬tumbrará al hielo tajante del aire y a lo desolado de los alrededores. Como todo e! suelo está socavado, de noche los sordos martillazos de los indios despiertan al novato, debajo de cuya cama los mineros trabajan. Felizmente, ios terre¬motos y temblores son raros en esta región. Un fuerte movimiento sísmico hundiría toda la ciudad en el seno de la tierra.

Como Cerro no produce otra cosa que plata, la permanencia allí resulta muy cara. Todo lo que se requiere para la vida es traído de muy lejos. Si bien las tiendas están abundantemente provistas de todo lo necesario y aun de lujos, los precios son elevadísimos, aumentados por los costos del transportes remoto, la codicia de los vendedores y la excesiva abundancia de dinero. El mercado, atiborrado de víveres de todo tipo, nada tiene que envidiar al de Lima, ya que la Costa, el Altiplano y la Selva le envían sus productos; pero los precios son más del doble de! valor, aun teniendo en cuenta las condicio¬nes. Los alquileres de las viviendas son también altos como no se encontrará en otra parte. La manutención de los caballos, si se les tiene en la ciudad misma, es costosísima. Cuando las heladas secan la alfalfa de los valles más bajos y la cebada se da pobremente, un caballos puede ser apenas defendido del hambre con un gasto diario de dos y medio a tres pesos duros, sin poderse alimentar como es debido. En el tiem¬po de lluvias, en cambio, el forraje es más bara¬to y por un peso se puede obtener lo suficiente para alimentar bien al animal. Por tanto, los caballos finos son enviados a Tarma o a la quebrada de Huánuco y las muías a pastar en las haciendas vecinas.

Los habitantes de Cerro de Pasco son una mezcla tan variada como no se esperarfa en una ciudad que está a casi 14,000 pies sobre el nivel del mar, en medio de la cordillera. Los pueblos de dos continentes están representados allí, porque creo que no habrá país de Europa o América que no tenga en la ciudad uno de sus nacionales. Los habitantes de Cerro pueden ser divididos en dos grupos: los comerciantes y los mineros, ambos en el sentido más extenso de la palabra. Los comerciantes son en su mayor parte europeos o criollos blancos, propietarios de las tiendas más grandes. La mayoría de los dueños de tiendas, cafés y cantinas son aquí, como en Lima, italianos, principalmente genoveses. El pequeño comercio lo realizan los mestizos, mientras los indios se ocupan de la venta de víveres que traen de regiones lejanas.

De los mineros merecen ser mencionadas dos clases: los propietarios de las minas y los trabajadores indios. Los primeros son, por lo general, descendientes de las antiguas familias españolas que en tiempos pasados tenían la propiedad de las minas de las cuales extrajeron sumas fabulosas, pero que derrocharon sus fortunas en el curso de los años. Muy pocos mineros son en la actualidad suficientemente ricos para poder realizar con sus propios medios económicos los costosos trabajos de la minería; por tanto, se ven obligados a dirigirse a los capitalistas de Lima, los cuales les adelantan las sumas necesarias a cambio de intereses de 100 a 120 por ciento anual y, además, les exigen que les entreguen los lingotes de plata a un valor más bajo que el de la moneda. A esto se debe, en gran parte la forma descuidada como se trabaja las minas; al minero le interesa librarse cuanto antes de la deuda, y al trabajador sacar la mayor cantidad posible de mineral, no importán¬doles que los socavones se hundan más tarde. Los capitalistas, por otra parte, no tienen más garantía que la palabra y honestidad de! minero y, en caso que las minas rindan mal, pueden perder los considerables adelantos entregados.

El carácter y la forma de vida del minero son la razón por la cual rara vez alcanza una posición brillante. Insaciable, no se conforma con la riqueza que le produce sus socavones. Se embarcan en toda clase de nuevas empresas en las cuales pierde el dinero ganado. Son sumamente raros los casos en que un propietario de mina, después de la gran riqueza que le deja una boya, se retire tranquilo. La esperanza de aumentar su fortuna si sigue excavando, lo empuja hacia aventuras inciertas. Las minas rinden menos, las aguas penetran en el socavón; como ya dedicó parte del dinero para ampliar la explotación, sigue invirtiendo el resto pero sin éxito, y de nuevo se ve obligado a pedir dinero ajeno para continuar. Pasan los años, la boya esperada no se presenta; finalmente, muere, sin dejar más fortuna que sus esperanzas fallidas.

Contribuye para arruinar a los mineros, además de esta terquedad de continuar en el camino iniciado, la inclinación incontrolable por los juegos de azar. En pocos lugares del mundo se juega tan alto como en Cerro de Pasco. Desde las primeras horas de la mañana están en movimiento los dados y los naipes. El minero deja sus listas de pago, el comerciante su vara de medir, para reunirse a jugar un par de horas en el curso del día. De noche es casi la única diversión en las mejores casas de la ciudad. Los mayordomos de las minas, generalmente hombres jóvenes de buenas familias de la Sierra, que han dirigido la punta durante el día, al caer la noche se sientan a la mesa verde y la abando¬nan solamente cuando oyen la campana de las seis de la mañana que avisa que les toca el turno de bajar nuevamente a la galería. Suelen perder en el juego su futura participación en una boya, mucho antes de que ésta se haya presentado. Las cantidades de dinero están en constante ir y venir; finalmente, se quedan en manos de unos cuantos, los tahúres profesionales que nunca faltan.

Los trabajadores de las minas son indios que vienen de provincias lejanas o cercanas, en cantidades especialmente grandes cuando se difunde la noticia de varias boyas importantes. Su número depende de la forma como estén rindiendo las minas. Cuando el mineral extraído es de baja ley, hay solamente entre tres y cuatro mil; cuando el rendimiento es alto, esta cantidad se triplica.

Con admirable paciencia y constancia trabaja el indio en los socavones y lo hace bajo condiciones que los obreros de minas europeos seguramente no resistirían. Esto se refiere, en especial, al hapiri. Conformándose con mala alimentación y peor vivienda, baja a la mina a determinada hora, cumple allí su dura tarea encontrando algún alivio en mascar coca cuatro veces al día, y al final de la semana, después que le han descontado los víveres y mercade¬rías entregados a cuenta, recibe del minero una cantidad de máximo un peso duro en dinero. Esto lo destina a la diversión del domingo, que consiste en consumir chicha y aguardiente hasta doce alcance el dinero o el crédito en las pulperías. Así es la vida diaria del pobre indio que trabaja a jornal fijo en las minas. Pero, cuando le toca participar en una boya, obte¬niendo, así, mayor cantidad de dinero, se dedica por completo a la bebida.

En el estado de ánimo exaltado que en ellos precede la completa embriaguez, los indios se ponen primero muy alegres y luego peligrosos, porque buscan discusiones y camorras ya sea con los blancos o entre ellos mismos; pasan gritando por las calles y atacan a los trabajadores de otras minas. Casi no transcurre un domingo o feriado sin que se produzcan serias peleas con palos, cuchillos y hondas, entre los diversos grupos de obreros de minas, cuyas consecuencias usuales son heridos graves y hasta muertos.
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Fuera de las minas de Cerro de Pasco, que pueden ser comparadas con las de Potosí, el Perú posee muchos otros distritos mineros extraordinariamente ricos. Entre los que más producen, se cuentan los de las provincias de Pataz, Huamachuco, Cajamarca y Hualgayóc. Esta última tiene, cerca del pueblo de Micuy-pampa, a catorce leguas de Cajamarca, el cerro de San Fernando de Hualgayóc, que Alejandro de Humboldt ha hecho famoso en Europa, en el cual, en 1771, fueron descubiertas riquísi¬mas vetas de plata y que cuenta con más de 1,400 bocaminas. Los filones que cruzan en todas direcciones este cerro aislado, son tan fáciles de trabajar como rendidores. En las sierras de los departamentos sureños hay minas no menos ricas. Puno por ejemplo, tiene en las provincias de Azángaro, Carabaya y, en especial, en las de Huacullani y Puno, una buena cantidad de minas que rinden muy alto.

Un ejemplo del rico rendimiento de las minas peruanas, lo de la mina San José, en el departamento de Huancavelica. Su propietario, amigo del Virrey Castro, pidió a éste que fuera padrino de su primer hijo. Pero, como el Virrey no podía alejarse de la capital, envió a su esposa en representación suya. Para honrar a tan importante huésped, el propietario de San José hizo colocar en el nada corto camino de su casa a la Iglesia una triple hilera de lingotes de plata sobre la cual la virreyna acompañó al niño al bautizo. A su partida, el anfitrión le regaló toda la plata usada para este camino como expresión de aprecio por el difícil viaje que ha¬bía realizado por amistad a él. Desde entonces, las minas y la provincia tiene el nombre de Castrovirrena. En la actualidad, la mayor parte de las minas no son trabajadas. En la más rica de todas, murieron 122 trabajadores como conse¬cuencia del trabajo descuidado. Desde entonces ningún indio ha puesto un pie en ella. Me llamó mucho la atención de que se cuenten tantos relatos de fantasmas sobre esta mina de Castrovirreina, ya que la fantasía del minero peruano, por lo general, es pobre en este sentido.

Es sorprendente la incalculable riqueza que ha obtenido y se sigue obteniendo de las minas del Perú; y, sin embargo, se trabaja muy reducida parte de las vetas de plata, pues es grande la cantidad de ricas minas que los indios conocen muy bien pero que nunca revelarán a los blancos ni a los mestizos. Los indios se han dado cuenta de las desventajas que les represen¬ta la minería, que les trae mucho trabajo y poco provecho. Por tanto, prefieren dejar a la tierra sus tesoros y utilizarlos solamente en caso de la más apremiante necesidad. Desde hace siglos, se ha ¡do transmitiendo de padres a hijos el conocimiento de las más ricas minas de plata, como secreto inquebrantable. Nunca logrará el hombre blanco que el reservado indio le confíe estos secretos. Todas las tentativas en este sen¬tido han fracasado; aun el poderosísimo aguar¬diente carece de eficacia en este caso. En muchas provincias existe la más completa certeza de que hay fabulosas vetas de plata en poder de los indios, pero inútiles resultan todas las averigua¬ciones al respecto. Mencionaré solamente un par de ejemplos del valle de Jauja.

En el gran pueblo de Huancayo vivían hasta hace pocos años los hermanos José y Pedro Iriarte, que se contaban entre los mineros más poderosos del Perú. Como tenían conocimiento que en las montañas aledañas había plata casi pu¬ra, enviaron a un joven al pueblo para que hicie¬ra las cuidadosas averiguaciones del caso. Este se alojó en la choza de un pastor, disimulando su propósito. Después de algunos meses, estaba en amores con la hija de su anfitrión, la cual prometió a su amado mostrarle una mina muy rica. Le dijo que cierto día la siguiera mientras ella llevaba las ovejas al pastizal y escarbara la tierra en el lugar donde ella pondría su manta. El emisario hizo lo que la muchacha dijo, y a poco de escarbar encontró un socavón ya bastante profundo en una veta de metal de muy alta ley. Cuando estaba ocupado sacando mineral, lo sorprendió el padre de la joven, el cual expresó alegría por el buen descubrimiento y se ofreció a ayudarle. Después de varias horas de trabajo descansaron, y el indio viejo alcanzó a su compañero un porongo de chicha, del cual éste bebió agradecido. Pronto el joven comenzó a sentirse mal y tuvo el convencimiento de que había sido envenenado. Recogió las alforjas con el metal, regresó al pueblo y tomó su caballo para ir a Huancayo. Allí relato' el suceso a los Iriarte, les describió exactamente el sitio y murió la misma noche. Las investigaciones realizadas de inmediato no dieron resultado alguno. El indio, con toda su familia, había desaparecido y no se pudo descubrir huella de la mina.

Un fraile que vivía en Huancayo se encontraba frecuentemente en dificultades a causa del juego. Se había ganado el afecto de los indios por el buen trato que les daba y uno de ellos, su compadre, al verlo un día en apuros, le trajo una bolsa grande llena de rico mineral de plata. Como repitiera varias veces el dona¬tivo, el cura le pidió que lo llevara a la mina misma. El indio aceptó y la noche acordada lo fue a buscar con dos compañeros. Después de vendarle los ojos, lo llevaron en hombros duran¬te varias horas hasta un socavón en las montañas donde encontró mineral de plata en abundancia. Después de haber sacado una buena carga, lo re¬gresaron de la misma manera. En el camino, el cura desató su rosario y fue dejando caer las cuentas una a una para marcar la ruta. Una vez llegado a su casa y cuando los indios habían par¬tido, se acostó, firmemente decidido a buscar la mina al día siguiente. Una hora más tarde, su compadre tocó la puerta y con las palabras "Padrecito, has perdido tu rosario" le entregó un manojo de cuentas.

Durante mi estadia en Jauja en 1841, un indio que me conocía de un viaje anterior me pidió le prestara una barreta. Cuando me la devolvió días más tarde, ésta tenía las puntas* cubiertas de plata. Poco después me enteré que el subprefecto lo había maltratado y encar¬celado porque el indio vendía mineral muy rico de plata y a la pregunta dónde lo había consegui¬do respondía que lo había encontrado en la calle, cosa que nadie le creyó. Un año más tarde, cuando volví a Jauja, me visitó el mismo indio y me contó que había estado muchos meses encerrado en un calabozo oscuro porque el subprefeto lo había querido obligar a revelar la mina, pero él se había mantenido firme en su declaración. Luego, sabiendo que no lo de¬lataría, me contó, con más confianza que la que yo esperaba de él, que realmente conocía una vena ancha de plata muy valiosa, de la cual me enseñó varias muestras, pero que sola¬mente sacaba mineral cuando tenía mucha necesidad; el socavón era poco profundo y siempre llevaba el desmonte a algunas horas de distancia y luego tapaba la abertura con cactos y champas en forma tal que era imposible encontrarlo. Este indio habitaba en una misera¬ble choza a tres horas de Jauja y se dedicaba a tallar estribos de madera, viviendo pobremente. Sólo cuando venía el tiempo de las contribu¬ciones iba a buscar media arroba del mineral para venderlo en Jauja y poder pagar el impues¬to al Estado.

No citaré más ejemplos aunque conozco muchos de cuya veracidad estoy convencido. Los ya relatados bastarán como prueba de la aversión de los indios por descubrir sus tesoros y de la poca ambición que tienen para obtener riquezas para sí mismos. Es cierto que no en todas las regiones los indios son tan reservados como en Jauja y que las minas más importan¬tes fueron mostradas a los españoles por los indígenas. Pero hay que tener en cuenta que los indios del Perú, bajo los Incas, pertenecían a muchas naciones que se diferenciaban" por costumbres y carácter. No todas han manteni¬do en igual forma el recelo contra los blancos y sus descendientes. Por lo demás, los indios, en general, tienen más desconfianza de los blancos que buscan minas que de los demás. Todavía se relata con terror y repugnancia que Huari Capcha, el descubridor de las minas de Cerro de Pasco, fue echado por Ugarte en un calabozo y mantenido allí toda su vida. No me consta si esto es cierto. Lo he oído muchas veces rela¬tar por los indios como la razón por la cual no quieren ayudar a encontrar minas.

Regresemos a Cerro de Pasco. Por su riqueza, esta ciudad se ha convertido en una de las más importantes de la República y bajo un gobierno prudente y si se da a la minería una dirección racional, su importancia irá en aumen¬to y se hará digna del nombre de Cámara de Tesoros del Perú. Si bien su situación geográfi¬ca, en realidad, es alejada de las comunicaciones principales del país, en la actualidad es el centro de cuatro caminos muy transitados. Al Oeste va el que baja por la quebrada de Canta a Lima. Por este camino se lleva a la capital toda la plata que no sale de contrabando. En los pueblos de Obrajillo y Canta viven los propietarios de las grandes recuas de muías que mantienen la co¬municación comercial entre ambas ciudades. La plata convertida en lingotes, es entregada a los arrieros contra un simple recibo y llevan cargas de valor de varios centenares de miles de pesos duros hasta Lima, sin ser acompañados por los dueños y sin escolta militar. No están expuestos a los ataques por parte de los salteado¬res de caminos porque éstos no podrían llevarse los pesados lingotes sellados. La plata acuñada en cambio,va de la capital hasta Llangas o Santa Rosa de Quives con escolta militar, la cual no siempre es capaz de rechazar los asaltos de las hordas de negros.

Hacia el Este el camino lleva por la quebrada de Huariaca a la conocida pero peque¬ña ciudad de Huánuco y a los bosques del Huallaga. Al Norte va un camino que pasa por Huánuco el Viejo, un pueblo completamente destruido pero uno de los más interesantes del Perú por sus ruinas incaicas, a Huaraz, y de allí a la Costa Norte. Hacia el Sur el camino va por los altiplanos a Tarma, Jauja y las provincias sureñas.
En el antes tan rico pueblo de Pasco se separan los caminos que van a Lima y Tarma. el primero sigue por la Pampa de Bombón y el Diezmo al Paso de la Viuda; el otro, por Tambo Ninacaca (12,853 pies de altura) y el pueblecito de Carhuamayo (13,087 pies de altura), a Junín, pasando a corta distancia de un lago muy grande llamado Chinchaycocha (también de Reyes o de Junín), a 13,000 pies sobre el nivel del mar. Como de este lago sale más agua de la que entra, es evidente que lo alimentan conductos subterráneos. Sus orillas son cenagosas, cubiertas de totora y pobladas por numerosas aves acuáticas. La superstición de los indios llena esta laguna de grandes ani¬males y peces que a ciertas horas de la noche salen a tierra y causan estragos entre el ganado. Al extremos Sudeste, una parte poco profunda (la llamada Calzada), pavimentada con piedras corta el lago, estableciendo comunicación entre las orillas opuestas. Aquí hay un pueblo grande, a 13,187 pies sobre el nivel del mar. Durante la época colonial se llamaba Reyes y delante de él está la famosa Pampa de Junín, donde en agosto de 1824 se realizó una batalla decisiva por la libertad del Perú. En honor a esta jornada, se dio al pueblo y a toda la pro¬vincia el nombre del campo de batalla: Junín. De Junín, un camino de ocho leguas lleva sobre la irregular altiplanicie a Cacas, un villorio de pocas chozas, y luego, durante tres horas por quebradas angostas, el pintoresco valle de Tarma.

Los alrededores de Cerro de Pasco, en especial el camino entre esta ciudad y Cacas, en la puna, son peligrosos. Bandas de malhechores acechan a los viajeros detrás de las rocas y los matan con piedras lanzadas con hondas. Cuando hay boyas importantes en el Cerro, ese camino suele ser tan inseguro que se puede viajar por él solamente en grandes caravanas armadas.

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